miércoles, enero 24, 2018

ROLES

Ver el hermoso rostro de mi madre entre nubes de vapor mientras cantaba al planchar quizá fue una de las razones por las que me empeñé, desde muy temprana edad a que me enseñara a planchar. Pero ni siquiera aguantas la plancha, me decía. Era verdad. En ese entonces aún se usaba plancha de hierro y se calentaba en las brazas del anafre, para agarrarla había que tomar un lienzo de algodón doblado repetidamente y también había que poner un lienzo mojado por encima de la prenda que se planchaba. Mi madre le llamaba resistidor. Ciertamente pesaba demasiado. Mis brazos escualidos no la aguantarían.

Pasó mucho tiempo para que me dejara tomar la plancha y ya no era la de hierro sino una eléctrica, pues ya había llegado la electricidad al pueblo. Mi afición por planchar me ha llevado siempre a la vanguardia. Cuando salieron las primeras planchas de vapor yo estaba en primera fila, luego salió ese vapor sólo sin plancha, se cuelga la prenda y así se le esparce el vapor para desaparecer las arrugas. Pero ese método no me gusta. Me gusta la sensación de pasar la plancha por la tela y como por encanto ir desapareciendo las arrugas al tiempo que aparece una prenda, nueva, limpia, viva. 

Fue por aquel tiempo que mi padre decidió que ya tenía suficiente edad para acompañarlo a los viajes en su camión de volteo en los que iba al monte por grava roja. Pasábamos horas cargando a paletadas el camión y me fui haciendo más fuerte, un hombre hecho y derecho, como se dice por ahí.

Salí del pueblo, estudié una carrera, me casé, tuve dos hijos y cada jueves en la noche, mientras mi mujer cocina, plancho la ropa de la familia mientras canto las canciones antiguas que cantaba mi madre. 




1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Hermoso!