lunes, enero 29, 2018

TEMPORADA DE TRUFAS


Lorena cosecha los momentos en que la voz varonil de su hombre se suaviza y se mezclan de manera tan deliciosa el poder y la súplica como si se tratara de una carísima trufa. Muy al principio así era la voz de Horacio. Ahora tiene que estar siempre concentrada para distinguirla  en el humus negrísimo de su rudeza. Lleva a cabo la recolección de esos momentos para saborearlos después en pequeñísimas rebanadas casi tan delgadas como el aire. La conservación  de su frescura es un reto. Atesora en la memoria ese sabor a tierra mojada, la tersura que raya entre lo vegetal y lo mineral, la ternura que se deshace en la boca. Al tocar su paladar hay como  una revelación. Esa voz que entra en su oído y en los poros de su piel, que la arropa y abre las papilas de sus brazos, la ha hecho más adicta que cualquier otro vicio. Más que las trufas, o el vino tinto. 

En la primera cita Horacio comenzó por apagar sus celulares y le puso toda la atención. Los días transcurrieron y Lorena seguía sintiéndose entre nubes. Aunque en la semana no le llamó, un buen día lo hizo. La invitaba a cenar. Lorena sin pensarlo aceptó. El restaurante cerrado fue impresionante. No estaba acostumbrada a tan contundente expresión de poder. Cada tiempo estaba diseñado en maridaje, más el digestivo que no fue el último porque el chef, excesivamente solícito, había sacado su whisky de 18 años. Se habían besado una y otra vez: la boca, las mejillas, las orejas, el cuello. Debía estar un poco ebria, pero no sólo de alcohol. Le propuso ir a un hotel y ella aceptó. 

Las luces de la ciudad parecían floraciones de oro sobre un fondo de terciopelo negro. Se me antoja tomar un baño, dijo Horacio, Lorena preparó la tina y se metieron juntos. Agregaron sales con esencias de hierbas de la Provenza y, copa en mano, Lorena le contó cosas que no le había dicho a nadie. Reían. Hablaban, se miraban entre copos de espuma. Era todo perfecto. Estuvieron juntos un tiempo; aunque no era muy buen amante, tenía una eficaz forma de seducirla, haciéndola sentir una diosa en momentos, mientras en otros la trataba como esclava. Ahora están en la sala. El IPod obedece a los dedos de Horacio pero en un momento él parece quedarse dormido y empieza a sonar Tenderly, en la voz de Ella Fitzgerald, una de las canciones favoritas de Lorena. Su cuerpo comenzó a moverse en el espacio libre que quedaba entre el sillón individual y aquel en el que estaba tirado Horacio. Lorena empujó el sillón con fuerza para crearse espacio y pensándose sola, se puso a bailar en el centro como cuando era niña. Su vestido negro le entalla bien. El escote cuadrado con las esquinas redondeadas enmarcan sus senos ni pequeños ni grandes y destacan su delgado y largo cuello; las mangas tres cuartos delinean los brazos que se extienden y siguen el ritmo de sus caderas. La trompeta de Louis Amstrong lleva la melodía mientras el ritmo se sostiene en el movimiento de sus caderas que oscilan lentas. Sus manos parecen tocar las flores de luz que reverberan abajo en la ciudad. Ahora es una anémona en cuya transparencia baila la transparencia. Un delfín en cuyos giros se sostiene el eje de la galaxia. Ahí está, danzando en el nirvana. La gracia de sus movimientos y la sensualidad que mezcla con la elegancia natural de su alargado cuerpo felino, ha alertado a Horacio que la mira con los ojos entrecerrados, sin hacer ni el menor movimiento. Las palabras en la voz de  Fitzgerald parecen quedar una fracción de instante rondando los oídos de la mujer que las traduce en su memoria: No puedo olvidar cómo dos corazones se reunieron sin aliento: Tus brazos de abrieron y me encerraron adentro. El silencio deja a Lorena en una graciosa pose de estatua hindú en el templo de los mil placeres.

Se disponía a sentarse cuando le pide que se vaya quitando la ropa. Cuando queda completamente desnuda, Horacio se sirve más whisky, baja la intensidad de la Luz, se sienta en el mullido sillón y le pide a Lorena que se siente en el suelo, frente a él: –Házmelo–, le pide con esa voz que mezcla el poder y la súplica. Lorena obedeció con infinita paciencia, porque aquello no respondía.

–Vamos a la cama. Totalmente desnuda bajó de sus tacones y lo sigue al cuarto. Ahí, Horacio vuelve a pedir que lo haga pero Lorena está cansada: 
–Me voy a dormir a la sala-. Él reacciona, imperioso. –Quédate. Lorena se tiende a su lado pensando que dejará que se duerma para salir furtivamente; no quiere alterarlo. Al hacer el intento, Horacio reacciona casi como hablando en sueños: –Quiero pegarte–. En el momento le sorprendió, pensó que era un desvarío de borracho: ¡Qué? La primera bofetada fue casi suave, tímida. Ahora sí está completamente despierto.
–¿Te dolió?
–¡Ay!-… Acababa de soltar su queja cuando sintió la segunda. La dejó un poco sorda  pues había golpeado parte de la oreja. Los dos están ya hincados sobre la cama. Ahora tiene el entrecejo fruncido, y unas líneas en la frente revelan su dolor.
–No eres buena ni para eso–. Bajó la cabeza, las lágrimas le corren hasta la barbilla. 

Ahora está más desnuda que en la salita. Los golpes son cada vez más fuertes y Lorena, con la mano derecha toma la izquierda de Horacio que ya viene directa a su mejilla, había arremetido con fuerza esperando estamparse rotundamente en el bello rostro. Los dos se empujan como la luz a la sombra; y por un momento se dibuja en el aire el círculo del ying-yang. Una mano de ella  logró zafarse y asestó una estruendosa cachetada en el rostro de él. La bestia femenina lanza una patada contra la bestia masculina. Ella es ágil, atrapa el muslo enredándose en él, como sí se tratara de una boa constrictor: La rabia contra la rabia. El dolor contra el dolor. La impotencia contra la impotencia. Cuando alguno de los miembros se libera, el contrincante lo atrapa. Brazos y piernas sujetándose, intentando hacer más daño del que reciben. Al principio sólo quería detenerlo, parar el dolor; ahora también quiere lastimar. La pálida luz que entra por la ventana dibuja los nudos que forman; visto de afuera parece un fresco de lucha grecorromana. Dos serpientes dominándose en violentas espirales. De pronto dejan de ser bestias para mutar en esculturas que representan. La última batalla se libró en los ojos. Con la mirada Lorena le dijo: «Tu poder sobre mí sólo duró lo que mi deseo por ti». Delicados tatuajes imaginarios cubren su piel como una acuarela que, sólo por la maculatura casi imperceptible de cada una de las capas muy diluidas, muestran el palimpsesto de su vida. Los cuerpos de ambos se van desguanzando hasta que los ronquidos de Horacio suenan en la noche, mientras se escucha muy firme la voz de Lorena mientras se viste: 

-¡Trufa ni qué la chingada! ¡Aquí ya no hay trufas!




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