sábado, febrero 03, 2018

ENVIDIA


Minerva, la mayor, era preciosa. Rubia, ojos azules, pestañas grandes, rizadas, sonrisa de muñecha. No tenía que hacer nada para ser adorada. A los tres años estaba segura de ser la reina del mundo, lo expresan la cantidad de fotos, abriendo los ojos, cerrándolos, entrecerrándolos, mirando a la distancia. Las tías solteras peleaban por llevarla a su casa. Pero cuando nació Silvia tuvo la más horrible de las muertes: La de sí misma.

Ahí está, bailando en la mitad de la habitación con sus zapatillas de ballet y su tutú rosa y al final de un grand jeté, su languidez, acostumbrada a caer en una multitud de mullidos y maternales brazos, cayó de sopetón al gran vacío. No pudo hacer nada para ignorarlo: las miradas ya no la seguían, sino que iban hacia la cuna, que con más experiencia y menos euforia, Antonia, su madre había bordado con esmero.

Con los huesos aflojados el segundo parto de Antonia, dolió menos y la epifanía del alumbramiento la condenó a la certeza que llevaría a la tumba: su hija Silvia fue el único amor de su vida y ella lo supo capitalizar como si antes de nacer supiera las trampas de que se vale la vida para imponerse. Silvia contaba sin pudor que en otra vida ella y su madre habían sido amantes y Minerva su hermana fue el tercero en discordia, un ser azotado por los celos, el esposo ofendido. Lo primero que la niña vio al nacer fue esa mirada que permaneció fija en ella durante toda su vida. Los ojos de Antonia no brillaron nunca de, mismo modo al ver a un hombre.

Antonia se enamoró de Silvia y Silvia se enamoró de Silvia. Se convirtió en una hermosa morena apiñonada de enormes ojos negros y pestañas tupidas que casi se enroscaban en los párpados. Supo moverlas con tanta gracia que propios y extraños se olvidaban de la enfurruñada niña rubia de grandes trenzas doradas que empezó a salir con gesto adusto en las fotos. La morena creció con dos miradas, una modesta, amorosa para la madre y otra entrecerrada para gruñirle a la rubia que perdía gracia al volverse remilgona y berrinchuda. A veces Antonia tenía que esconder su entusiasmo por Silvia para evitar que la muñeca de Minerva muriera descuartizada, víctima de su rabia. Aprendió a mirar de reojo, a sopesar los juguetes que les daban para medir si el suyo era el más grande. Silvia aseguró su imperio rasguñando a escondidas a Minerva, y llenándola de besos, amorosa, cuando alguien la veía. Nadie se explicaba por qué la hermana mayor podía no amar a esa preciosidad.

En segundo de prepa Minerva se rompió un tobillo y perdió el año escolar así que cursaron el siguiente año en el mismo grupo. La noche del baile de graduación el cuarto era una desastre, toallas mojadas por aquí, tubos de rizarse el pelo por allá. Lápices labiales, rímel, polvo de maquillarse, giraban en un tornado en cuyo estático centro se levantaba majestuoso el espejo. Los vuelos de la falda celeste de Minerva se entrelazaba con el aire a cada paso, del vestido rojo de Silvia parecían surgir llamas. Ambas estaban guapísimas. Ya sólo faltaba el abrigo y la bendición de mamá.

A grandes zancadas con las piernas alargadas por los tacones Minerva se acercó al ropero de su madre en que guardaba preciado abrigo blanco que le había traído papá cuando viajó a París. Pero Silvia ya estaba ahí, con la prenda en la mano. Un zarpazo dibujó heridas en el aire y las garras se cruzaron como espadas para ganar por la fuerza lo que cada una pensaba que le pertenecía. Como salida de la nada la madre apareció entre ellas tratando de calmar las cosas, pero ambas adolescentes estaban ciegas de rabia, una sólo existía en la otra y el abrigo era la presa que colgaba entre jaloneos descomunales. La madre se había hecho con otra parte del abrigo en su inútil esfuerzo por detener tal desmesura.

A un tiempo ambas soltaron la prenda: trágatelo si quieres, gritó una. Métetelo por el culo, gritó la otra. Y sus gritos se encimaron como preludio al estruendo que la mesita de centro causó al romper la nuca de Antonia. La lámpara cayó haciendo añicos el foco y su luz.

El silencio y la quietud absoluta precedieron al caos. Paralizadas se miraron con ojos desorbitados por el terror y se echaron sobre el cuerpo exangüe que yacía entre las astillas de la mesa rota. ¡Mamá, mamita! No hay respuesta, ningún movimiento, ningún resuello se desprende del cuerpo tumbado en el suelo. La mataste. No, tú la mataste.

El tiempo se desliza entre el silencio que en la sala germina, una luz tenue dibuja apenas los perfiles de los muebles que se alzan como testigos del trágico desenlace. Entre suaves sollozos Minerva levanta el brazo izquierdo de la madre y se acurruca a su lado, Silvia se acomoda también en posición fetal cobijada por el brazo derecho del tibio cadáver que las abraza.

La mano de Silvia busca la mano de Minerva y sobre el vientre de Antonia se entrelazan. El ruido
del refrigerador ocupa el aire apacible de la casa a oscuras.

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