lunes, enero 22, 2018

SUPREMO DESEO

Ademas de un símbolo de inteligencia, ganar es para Hermenegilda, una necesidad vital. Sacar provecho, conseguir más de lo que iban a darle es la meta de cada uno de sus actos. Por eso, cuando el genio que salió de la lámpara dijo, te concedo un deseo, Herme se deshizo en reclamos primero y en súplicas después.

—Todo genio que se respete ofrece tres deseos, ¿por qué sólo uno? 
—Eso de los tres deseos sólo ocurre en los cuentos y es para sostener la narración contando de qué se trata cada uno.
—¿Eh?—, contestó Herme sin entender.
—Nada, nada, o eliges tu deseo o te quedas sin nada. 

Herme caviló largo tiempo como siempre lo hace dando vueltas hasta acomodar las palabras de tal modo que la negociación resulte con creces a su favor. A punto de perder la paciencia, el genio estaba por ceder los otros dos deseos cuando la marrullera cara de Hermerejilda se iluminó sabiéndose ganadora. 

—Ya te chingué mi querido genio. Mi único deseo es que se cumpla cada uno de mis deseos hasta el último día de mi vida. 

Con un enigmático gesto de regocijo, el genio extendió su dedo en el aire, dijo, concedido y desapareció dejando tras de sí una monumental carcajada. 

Hermeregilda estaba encantada. Al principio, por supuesto, se concedió todos los deseos que la gula le producía: pastel de mantequilla de almendra y triple chocolate. Filetes envueltos en tocino, papas fritas, palomitas de caramelo. En fin. Luego de unos años se dio cuenta que recibir todo así en seco no era tan divertido pues no tenía la gracia de sentir que les ganaba a los demás, que era más chingona. Así que discurrió en su deseo pedir que todos y cada uno de los que la rodeaban, familiares, amigos, amantes, se dedicaran ex profeso a cumplir sus caprichos más allá de las propias necesidades que tuviera cada uno de ellos. Esto la hizo más feliz, por un tiempo. La silla más cómoda en el comedor se desocupaba como por encanto en el momento que ella lo decidía. El sofá junto a la chimenea estaba a su disposición. En el carruaje el lugar junto a la puerta era el suyo y lavar los trastes o preparar la comida era cosa del pasado. 

Del mismo modo, en el amor, todo el acto se trataba de complacerla y el amante en turno era desaparecido mágicamente cuando ya no tenía ningún truco que ofrecer a su lujuria. 

Hermerejilda tenía que hacer cada vez menos. Ya no tenía que ir a los campos a cosechar, ni fregar el piso ni planchar la ropa. Cada vez era más innecesario moverse. Sólo tenía que estirar la mano desde la cama para que alguno de los que estaban por ahí fueran a masajear sus pies o a lavar con esponjas su cuerpo, cada vez más apoltronado. 

Todos y cada uno de los deseos se fueron cumpliendo, incluso el de morir pues ya para la mujer la existencia se había convertido en una interminable sucesión de hastío puesto uno encima de otro. Hastío sobre hastío. Pero quiso verse al espejo un momento antes de morir y fue entonces que se dio cuenta que, por no usarlos, cada uno de sus miembros se había ido atrofiado, los dedos habían desaparecido, los brazos y piernas se habían hundido cada vez más en ese lago de grasa envuelto en piel que descansaba sobre la cama como un odre a punto de reventar. 


Lo último que vio en el espejo al lado izquierdo de su cama fue al genio que sonría. 

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